viernes, 14 de junio de 2013
El cuerpo: La pista de carreras del placer.
Aterriza tu atención en esa curvita que se te forma al final de la espalda, respingona e inocente. Peaje de las travesías de las buenas caricias, principio y final del tablao por el que levitan las uñas a ras de pelo para levantar a los poros en ovación de sus butacas. Que esta improvisada almohada, que anhela a su pareja de baile, la concavidad de la mano, no es sino la corona para unas estupendas cañas que nos defienden de la gravedad y que cosechan musculatura y enredan a la cabeza cuando se enredan a otro cuerpo. Toboganes, son las piernas, pinzas, son las piernas, largas alfombras para las maniobras de desfile de ejércitos de salvamento, de patria: Los Labios. Son las piernas, deseo de alfarería, contorno clásico del delirio, pasadizos a la rendición, aspas de un poderoso molino durante las operaciones de la síntesis y amortiguadores para la creación de vida.
Ay… piernas…
Intermediarias del basamento, a quien confiamos nuestra avanzada. Relegados a la minería, son estos precisamente los más sensitivos. Del sufrir y el llantear se han vuelto especialmente sensibles. Seres de dura fachada y ternísimo corazón, dotados de un paraíso perceptivo de psicotrópicos mundos de fantasía, que desatan la alucinación del cerebro y nos iluminan el alma. Esperan pacientes a que les liberemos de una prisión de algodón para entregarse al disfrute de su larga vida. Nuestros pies merecen la caricia del canto rodado de un río, el cacheo de una lengua inteligente, el coqueteo de dedos y dientes, la arena fina de una playa, el pisado de la uva o el rasgueo de una arpista.
Delicias… pies…
Escalando de nuevo, haciendo noche en la junta de las rodillas, fortaleza (y candado de defensa) y tenaza (y candado de contención), llegamos hasta las rías de la pelvis. Las ingles, desembocadura de fluidos y bastión último que alerta de la inminencia de la cópula. Rebañables, como los huesos de pollo. Boutique de exquisito perfume hormonal, a la que el parfumeur nos invita, entusiasta, a adentrarnos para explorar y deleitarnos. Olor de los cuerpos, exóticas esencias afrodisíacas, únicas, irrepetibles. Pócima de enlace al comportamiento primitivo, que confiere vigorosidad y ahuyenta a la inseguridad. Pelvis, colina y tambor. Si las ingles son huesitos, no es menos cierto que también existe la pechuga. Territorio a veces arbolado, a veces segado. La más ambiciosa, busca siempre la manera más intensa de buscar la desaparición durante el éxtasis. Cerebro de la mística, conductora de los bailes y sabia de los rituales. Intenta traspasar al ser amado buscando el ascensor hacia el Olimpo. Es nuestro jardín de palacio. Palacios haylos varios: residencia de verano, de invierno, para fiestas conmemorativas… Monolitos de receptores nerviosos coronados por cúpulas vivientes o auditorios de copiosa fertilidad que presentan ostentosas cortinas que se mecen abanicadas por la fragancia de la vida.
Pelvis caprichosa, enérgica, poderosa…
Sobrepasando la eterna elipsis hechizante de unas caderas nos encontramos cara a cara con la suma muestra de majestuosa elegancia, que almacena nuestras energías. A veces cordilleras, las más, montes por los que correr a nuestras anchas que siempre claman con exigencia la croqueta. Nos da calor, la amamos. A veces la amamos tanto que la mimamos en exceso y es cuando esta se resiente, colmada por nuestro desmesurado disfrute del gusto. Algunos tenemos un segundo punto G en la lengua. Gusto, elegancia. Un pequeño pozo en el que beber por el camino, enchufe cargador para los prenatales, pone la guinda de diversión.
Barriguita… cuánta felicidad albergas, para dar y repartir.
Dios mío, se extiende piel y más piel por todas partes, que cubre y dibuja el mapa del cuerpo. Qué bueno que te tengamos, para que las manos, que fueron concebidas para robar texturas, te disfruten y jugueteen. Que los diez defensores de la provisión de nuestros deseos gusten de trotar por encima de ti. Que los arrebatos te dejen sus recuerdos con marquitas de dentelladas. Que si ya hablamos de la piel del pecho y los pechos, sería lo más parecido a acariciarnos el alma. Y es el sitio más seguro sobre el que reposar nuestras cabezas cuando pasamos la noche al raso. Protección para el aparato motor, director de una orquesta escarlata que dispara ritmos y aguanta choques fatales. Éste, a veces, incluso él mismo pierde la conciencia de movimientos durante los crescendos. Sinceridad y seguridad se trabajan visitando esta área.
Sí, aquí está… el pecho… el pecho es tímido en su entrega.
Templos de los olores carnales. Los valles en las antípodas de los hombros. Área rica en belleza. Esculturales omoplatos, frutos, como los de Tántalo, siempre inalcanzables, malditos oasis de deseo surrealista… Cascadas en los hombros, también áreas buenas para el contacto. Al posar la mano sobre uno de ellos, el cuerpo genera automáticamente confianza. Qué bendito mecanismo, verdad.
Llegamos… nuca y cuello…
Antesala a la fachada del alma. Son el castigo del amado previo al encuentro con la faccia del amante. Túnel más trepidante de la locura nerviosa junto a los pies. Agradece al tiempo que repele el contacto con la boca. La mitología en torno a la figura del vampiro lo ha convertido en un fetiche, como signo de vulnerabilidad, dominación, posesión. El cuello, al contacto con la boca, dice al cuerpo entrégate, resístete, entrégate, resístete, es por lo que este juego resulta siempre estimulante.
Todo lo que llega ahora no me atrevería a describirlo ahora… más bien, se me agotó la líbido.
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