domingo, 16 de junio de 2013

Sobre los postres. Capítulo I: El Zar. El Helado.

Una de las cosas que siempre defiendo que son mágicas acerca de los postres, entre otra de las muchas virtudes que les atribuyo, es que tienen la capacidad de hacer felices a las personas. Un dulce bien preparado nos repara el alma. Los que son científicos en la materia, ya lo averiguaron hace mucho tiempo, y por eso el protocolo manda ofrecer con el postre de un solo comensal, cuando los demás no han pedido el caprichoso tercer plato, cucharillas para el resto. Se intuye que el postre se comparte, y a veces duele compartir el postre. Es nuestro anillo, que como a Frodo, nos tienta a sentirnos omnipotentes cuando lo tenemos entre manos.

Un postre es lo que uno va buscando en esas noches de verano que no puede dormir y decide levantarse a explorar en una doméstica aventura el corazón de su despensa.

Otra de las cosas superchulas que ocurren con los postres, solo superada por mi ultrarrefutada superteoría sobre el placer genital en determinados ingredientes, es la disparatada capacidad que tienen para seducir a aquellos a quienes pretendemos.

A un postre se le exigen muchas más propiedades que a otros alimentos. Se suele ser muy crítico con su textura, con su capacidad de drenaje salival y, si nos lo llevamos al campo de la política, encontramos ofensiva la soberbia de un cocinero que nos prepara un plato excesivamente empalagoso.

Por último, un postre tiene la capacidad de hacernos fantasear al leer su descripción en una carta de un Restaurante. Aunque a veces, al llegar a un Restaurante, ya le hemos echado el ojo a alguno de los comensales por los que sobrevolamos de camino a nuestra mesa, siempre jugamos a imaginar que estamos deleitando aquellos que estamos leyendo en una carta. Y es que, lo que saben bien los buenos hosteleros, es que una buena carta es casi como una buena película; uno puede sentarse tranquilamente a paladear de memoria la historia que va desde el nacimiento hasta el fallecimiento de Tiramisú. Y lo larga que se nos hace la espera desde que lo hemos imaginado revolcándose por encima de nuestra lengua hasta que le llegamos a hincar la cucharilla, solo se ve compensada por la impaciencia que se nos genera cuando vemos salir por la puerta de la cocina a ese impoluto camarero, que en un plato prístino sostiene con gracia una porción de ese derroche de maestría del chef, y que nos parece la más proporcionada y perfecta de cuantas fueron creadas en ese laboratorio de sueños, cocina.

Y si hay entre todos los postres un Zar, ese es el Helado. Una tontada tan enorme como leche congelada con sabores y trozos de otros ingredientes atrapados durante su glaciación. El buen helado tiene poco aire. No mencionemos aquellos mejores fabricantes, porque sería un absurdo. Todos sabemos de quien hablo. Tienen un punto de gracia, totalmente efímero, y es ahí donde radica el gran atractivo que nos transmite. Es casi como un ser vivo, que al ser sacado de su hábitat natural va perdiendo su esencia rápidamente hasta verse reducido a un amorfo lago de moco dulce. Para ‘puntos del helado’ los colores de un buen estudio impresionista. Pero el helado no tiene mayor magia cuando está tan frío que nuestro paladar no puede todavía jugar con él a los juegos que le gusta jugar. Hay que darle un momento. Y mientras le dejamos empezar a desperezarse nos dedicamos a otra minucia indiferente, solo para descubrir con sorpresa y admiración minutos más tarde que nuestro helado empieza a reclamar nuestra atención. No te preocupes pequeño, que allá vamos.

Y ahí comienza el viaje. Un viaje que nunca es igual, pero que siempre es emocionante. Atravesamos bosques en busca de esas jugosas bayas, robamos los bordes de la galleta de una prestigiosa cocina suiza, inspiramos los aromas de una vainilla en Madagascar o corremos por canchas de asfalto de la mano de unas Oreo. Y siempre nos envuelve ese romanticismo de estar viendo nuestro viaje de ensueños perderse rápidamente en el tiempo y esa desazón precedente a nuestra penúltima rebañada, que se culmina con el sentimiento de orgullo de ver a nuestro pequeño partir en un barco a hacerse un hombre mundo alante. Y al final, un pensamiento recurrente. “Pues me comería otro”.

Cuida de tus helados. Dedícales su tiempo y comprende que ninguno es igual a otro, pero todos tienen muchas cosas buenas que aportar. Una de mis más vitales misiones de autorrealización en esta vida es la de dedicar mi profundo amor a todos esos helados del mundo, que esperan muertos de frío a ser destapados y cumplir el propósito para el que fueron creados, hacernos viajar. Sabrán quienes son cuando sepan con qué helado se sienten más a gusto. Ténganlos a mano, localicen los locales más cercanos que trabajen con su distribuidora, puesto que son nuestros amigos y debemos velar por el bien de nuestras relaciones.

Y dicho esto… pues me comería otro.

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